El viaje a la Misión de Farafangana, Madagascar

Son casi Tres días de viaje hasta allí.

Desde Buenos Aires a Johannesburgo, de allí a la capital Antananarivo otras tres horas más la espera de conexión.

En Antananarivo solemos quedarnos en el episcopado, desde allí en combi (pequeños buses) hasta Fiaranantsoa. Lo más impresionante, el último tramo del tren que une Fiaranantsoa y Manakara. No ha sufrido reforma alguna desde que lo dejaron los franceses en 1960. Los 182 kilómetros que separan estas ciudades se recorren en 12 horas atravesando selva, pobreza y vendedores de todo tipo de artesanías mínimas.

En la costa Sureste de esta isla se sitúa Farafangana, una ciudad de quizás unos 100.000 habitantes bañada por el Índico.

En la desembocadura de un hermoso y caudaloso río, esta la misión.

Un inmenso predio de varias hectáreas, con su iglesia, monasterio, maternidad, el nuevo hospital, y muchas casitas de una sola habitación, sin baño ni cocina que son las "salas de internación", arrozales y una huerta donde las monjas y los pacientes del leprosario cultivan canela, vainilla, café, pimienta, mangos, plátanos y verduras.

De la venta de la canela y vainilla sacan algunos ari ari (la moneda local) para ayudar a subsistir.

Si hay que destacar algo, será la catedral, dónde el domingo, canciones, bailes y rezos reúnen a la gente importante de la ciudad. Para nosotros resultó obligado visitar el hospital público: una decente instalación de ladrillo, con poco más que somieres mugrientos y restos de suero manchados de sangre que serán reutilizados con otro paciente. Las tardes en el Tamtam, bar de madera con techo de paja y música malgache, trasmiten paz. Impresiona el reflejo de la luna en el mar con una Coca-cola, Ron local (Dzama) o cerveza, a veces fría. Pero esto resulta casi prohibitivo para la gente de allí: no todos pueden pagar la entrada de 1000Ariaris (0,40Euros) a este local.

La población es joven, bajita y de cara ancha, con mezcla de rasgos africanos y asiáticos. Esta mezcla de culturas impregna todo el país. El económico transporte público, heredado de los asiáticos, es el pousse-pousse: colorido carro de dos ruedas con asiento para dos, cubierto con un techo de lona cuyo motor tiene la potencia del dueño que lo empuja. Allí nunca hace frío, por lo que la moda en Farafangana, permite un estilo libre, cada uno con lo que puede y todos los días igual: camisetas rotas superpuestas, de los Backstreetboys o del Barça, acompañadas con pantalón corto o largo raído. Todo siempre manchado de barro. Descalzos o con chanclas recorren sendas al borde de la carretera cargados con palos, frutas, carbón, ladrillos y con una manta si prevén noche en el camino. Agudizan el ingenio y una especie de pareo hace las veces de falda, monedero o porta-bebés. Comen una vez al día lo que pueden; pero nunca falta el arroz, el plátano o el cacahuete. Cultivan como antaño, arando con una azada artesanal, protegiendo a su animal doméstico, el Zebú, una especie de vaca delgada con joroba, símbolo de riqueza familiar. Viven en casas de madera sobreelevadas para evitar riadas y tormentas, cubiertas con hojas que hacen las veces de techo. Hablan malgache y los privilegiados, francés. Son, lo que pueden ser.

Aqui, un corto video del viaje: