Libro
En este libro, José Manuel Devesa el testimonio desgarrador de un cirujano español que, año tras año, acude a la Misión Cristiana de Farafangana, en Madagascar, para intervenir quirúrgicamente niñas malgaches abandonadas a su suerte y abocadas al peor de los destinos, tras sufrir partos ocluidos que dejan en sus jóvenes vientres rotos la huella indeleble de la desgracia.
En la historia novelada, de base auténticamente real, una joven malgache es vendida por su padre a un marido de conveniencia por un cebú. Tras un embarazo prematuro sufre un parto ocluido que le provoca una fístula irremediable que la obliga a huir de su poblado abandonado a sus hermanos pequeños y diciendo adiós para siempre a su corta y miserable infancia.
En su peregrinar, sin destino, Vohilaba sufre las consecuencias de la terrible herida innombrable: la fístula. En su vagabundeo errante encuentra la protección y la compañía de una partera furtiva quien con sus rudimentarios cuidados la libra de una muerte segura, en mitad de una selva impenetrable.
Cuando, finalmente, llegan a la ciudad, la pequeña malgache herida escucha fascinada la historia de unos médicos extranjeros que cada año acuden a la Misión de Farafangana para curar de la herida innombrable a muchas jóvenes como ella. A partir de ese instante, su vida solo tendrá un objetivo: encontrarlos para que la curen.
La novela, basada en hecho reales vividos por el autor, recrea con toda su crudeza el solitario caminar de esta adolescente en su búsqueda desesperada para cerrar la herida que la mantiene marginada de una sociedad carente de recursos sanitarios que puedan prevenirla y curarla.
La historia, a través de los caminos, la selva repleta de fieras salvajes, los ríos infectados de cocodrilos, los mercados cargados de toda clase de aromas, los trenes abarrotados de miseria, las ciudades llenas de vida nueva y una Misión Cristiana en la lejana Farafangana donde unas religiosas, abrazadas a su fe, ponen lo mejor de su entusiasmo para llevar un hálito de esperanza a unas pobres niñas malheridas y abandonadas.
Los protagonistas y los hechos de esta historia reflejan, fielmente, la vida, en ocasiones, terrible de la Isla Roja: Madagascar, una de las más bellas y misteriosas del planeta que el autor aprovecha para recrear paisajes tan misteriosos como escenas cargadas de un dramatismo lacerante.
"Viaje al dolor de África" es una apasionante y dramática historia de miserias físicas, materiales y humanas, pero también llena de amor, fortaleza y voluntad.
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Palabras del autor
El siguiente texto son palabras de José Manuel Devesa en la presentación de este libro en Madrid el 20 de febrero de 2013 en el Círculo de Bellas Artes.
Sra. Doña Maria Teresa Fernández de la Vega, Presidenta de la Fundación Mujeres por África
Doña Almudena Grandes, escritora
Señoras y señores,
Alcanzo hoy un honor que reconozco inmerecido,
pero que me llena de satisfacción por poder dirigirme a ustedes en este acto de solidaridad con la mujer africana, a través del relato novelado de una de sus muchas miserias: La de la herida innombrable.
Este término, que habla por sí mismo de la magnitud del problema desde el punto de vista humano y social, hace referencia a la comunicación, la fístula, que se produce entre la vejiga y la vagina como consecuencia del salvajismo de una violación o de un parto obstruido, con la consiguiente pérdida del hijo. A partir de ese momento, toda la orina fluye ya sin control por un sitio que no le corresponde.
Ustedes se preguntarán por qué decidí escribir esta novela
Y yo les digo:
Porque un día cualquiera, en una fecha incierta que le marcó un tiempo al tiempo, estaba yo recordando y acudieron a mi memoria los sonidos de una triste melodía a la que había que ponerle letra
Hervían, punzantes, los lamentos mudos de una vida truncada por carecer de los medios más elementales para culminar con éxito el mágico momento de dar a luz.
Entonces, como diría Almudena Grandes, escuché el silencio y su sonido me sobrecogió
Porque esta es la melodía de un llanto que no se oye, la del silencio, la de las mujeres que desde ese trance ya solo escuchan el ruido de su soledad y la vida las ahoga en unos charcos que dejan de ser íntimos, expulsándolas de una sociedad que entonces las ignora, las aparta de vivir y, con palabras de ALEJANDRO DUMAS, en un instante las arrastra hacia la funesta perspectiva de una vida miserable y hambrienta por los caminos donde la fatalidad las ha lanzado, o la desesperación las ha recibido.
No se puede ser médico si se es insensible al dolor, al sufrimiento físico y moral, al miedo que provoca la enfermedad. Y no se puede ser cirujano si, además, no se siente que el que está allí, en la mesa del quirófano, podía ser uno mismo.
Pocas patologías condensan tanto sufrimiento como el de la herida innombrable.
Una edad generalmente tan joven que aun no conoció la capacidad de decidir;
una condición social inhumana, de pobreza extrema;
un amor conyugal inexistente;
un sentirse sólo objeto de un deseo ajeno, no el propio;
un parto siempre doloroso, interminable, insufrible;
un miedo a no poder;
un conocimiento de que no se pudo y la naturaleza se alió con el infortunio llevándose al ser querido sin poder escuchar su gimoteo ni sentir su boca bebiendo de un pecho aún tierno e inocente, recién despertado de la infancia;
al fin, un flujo constante de orina marcando lugares que no le pertenecen, goteando el abandono, el destierro, la soledad, cuando la vida aun estaba empezando.
De tantas horas que pasé ahí doblado, encogido, tratando de reparar esa maldita comunicación, de tantas historias que escuché, de tantas miradas de esperanza, de tantas otras de alegría o de tristeza, se fue fraguando la necesidad de escribir esta historia para retenerla siempre en mi memoria, para tratar de saber más y de hacerlo mejor, para dar a conocer el destino de la mujer que sufre la fístula, para devolverles el derecho a un aire limpio, a una luz sin sombras, a una rosa, a la vida.
Sólo tuve que dejar que el sentimiento fuera el que pulsara las letras en el teclado.
La dificultad no estuvo en encontrar las palabras, aunque la manera de expresarlo resultara poco académica o brillante, pero esto es tal vez lo que menos importa pues, como dijo Chesterton, cuando algo merece la pena, incluso merece la pena hacerlo mal.
La dificultad fue darle orden a tantos sentimientos de cariño y solidaridad.
Pasé muchas horas, muchas, tratando de reflejar con el corazón y la cabeza una de esas vidas, la de tantas niñas y mujeres, y la situación social tan injusta y cruel como la que las rodea, degradándolas y oprimiéndolas desde que nacen.
Yo no quiero que juzguen el resultado desde el punto de vista literario, pues seguro que carece de valor; quiero que lo hagan para unirse en este sentimiento de repulsa hacia la explotación del ser humano, y, en concreto, hacia la explotación de la mujer.
Porque la mujer es el motor de la vida, es la que nos nace, la que nos alimenta y nos viste, la que nos cuida para que un día lleguemos a ser hombres y mujeres, la que nos da calor, es a quien lloramos y reímos, es el alma.
Los médicos sabemos que cuando un niño o un hombre se enfrentan a la incertidumbre de la enfermedad, su necesidad de amparo los lleva al recuerdo de la madre:
¡Mamá, mamá!, grita siempre el niño.
¡Ay miña naisiña!, suspira el hombre gallego, cuando a una y otras edades llega el miedo; porque la mujer es la esencia de todas las virtudes, es el amor.
Pocos hombres saben amar; pocas mujeres no saben.
La mujer también ama la paz, odia la violencia, no sabe hacer la guerra, si de ellas dependiera no existirían, y es capaz de morir dando su vida a cambio de otra, sólo por amor.
Por eso no se merece ser repudiada deambulando sin rumbo, de ninguna parte a ninguna parte, de donde nadie las despide a donde nadie las espera, con la única compañía de la herida innombrable. Por esto quise que se supiera una de estas historias y le robé tantas horas al sueño para compartir con ellas semejante infortunio.
La novela transcurre en Madagascar, esa tierra mirífica, tan hermosa en su naturaleza como sobrecogedora en su miseria material, en su desesperanza, y habla de la fuerza de las mujeres, a pesar de la condición de inferioridad impuesta por los hombres, a quienes el mundo disculpa todo y a quienes el escándalo ennoblece, como le recrimina la señora Danglars a Villefort en un pasaje de El Conde de Montecristo.
Pero también habla de la insensibilidad de unos gobernantes hacia ese estado social de atraso y desamparo, pues son ellos los que administran los bienes de la tierra y de sus gentes, los que deciden su destino, los que imparten injusticia, que no justicia, los que la ignoran y miran para otro lado cuando lo que ven no les gusta, los que se valen de los otros, de su indefensión, para alzarse con un poder que luego solo utilizan en su propio beneficio, hurtándoles la dignidad de seres humanos, robándoles la vida.
Y también habla de las Misioneras, esas mujeres abnegadas que, al contrario, se desprenden de todo, renuncian a su bienestar material entregando su tiempo a los demás, a los que padecen el hambre y la incultura, a los que sufren la enfermedad y el abandono de una sociedad que no tiene sitio ni para los sanos.
Una leprosería, la de Ambatoabo, en Farafangana, es uno de los mejores ejemplos de esta labor tan excelsa, que solo ellas con su amor al prójimo saben hacer.
Cierto es, que a cambio de nada, también les enseñan y les piden rezar a su Dios y a su Virgen y al Niño, pero no es necesario creer en nada del más allá para sentir esa admiración profunda, que tanto más se incrementa cuanto más se conoce su labor y se convive con ellas unos días en la Misión.
Yo tuve la suerte de conocer todas estas vertientes de sus vidas: la de enseñar al que no sabe, la de acoger al desamparado, la de alimentar a los que no tienen que comer, la de curar a los enfermos, cuidarlos y, cuando menos, consolarlos, la de levantarse con la noche aun languideciendo y recibir al día con sus rezos y cánticos que son siempre de paz y amor, y, por si fuera poco, de gran belleza musical, llevando y contagiando ese estremecimiento al que las escucha, aunque no sepa lo que dicen.
Son himnos a la esperanza que llenan de fuerza el espíritu para hacer más. Así lo percibo cada vez que vuelven a mí
¿Por qué escribí esta novela?
Porque siento debilidad, rebelión y ternura, por lo que en ella recreo desde el punto de vista médico y humano
Porque tanto amo la vida y sufro por los que padecen una condición física o social injusta o indigna
Por los ratos en los que pude reflexionar, unas veces tecleando a la luz de una vela, otras, silenciosas, envuelto por un manto repleto de estrellas.
Por lo mucho que aprendí de la vida y me enseñó la enfermedad
Por el bien que me hace recordar esos días en los que vivo apartado de todos los bienes materiales que me rodean en mi vida diaria, durmiendo en una cama que cruje con cada movimiento en una habitación tan sencilla, comiendo lo que aquí ni probaría, duchándome con unas pocas gotas de agua casi siempre fría, ofreciendo con mimo una caricia de compasión a una piel áspera y sucia, respirando la miseria, contemplando unos amaneceres y crepúsculos de ensueño, o ya de noche, a la luna rompiendo la oscuridad, a veces con su traje de plata, otras de oro, hasta que suenan los rezos de maitines para saludar la alborada con una música que solo trae sosiego al espíritu.
Escribí esta novela, también, por mi admiración a los cooperantes altruistas, aunque serlo tenga poco mérito pues siempre se recibe más de lo que se da, y a los benefactores, que hacen realidad la esperanza. Sin su ayuda material todo sería sólo un sueño.
¿Y por qué más?
Porque Madagascar, eso que navega entre las aguas, es una tierra maravillosa
Porque necesitaba contarlo
Porque África, la herida innombrable y Farafangana, tienen nombre de mujer.
Gracias Teresa, por tus sentimientos de solidaridad con estas desheredadas, por querer contribuir de forma decidida a evitar nuevas heridas y a tapar las que ya están, con un programa tan ambicioso y generoso como el que propones y, ahora que te conozco, sé que lo lograrás. Gracias por tus palabras, por este acto.
Gracias Almudena. No soy yo quién deba hablar de tu grandeza como escritora, que es tanta, pero sí como persona, comprometida con los que sufren tantas carencias y ensalzando el valor de los que luchan por sus ideales, como reflejas en tu última novela. Gracias por tus palabras.
En fin, gracias a todos vosotros, por vuestro afecto, por vuestras ayudas, por vuestros sentimientos que hoy os hacen estar aquí.
Muchas gracias
José Manuel Devesa